José Reyes López
“El Loco José”, que elegía ir a La Peña porque decía tener oído fino “de caldén” y la misma concepción social que el Colorado.
El Loco José, un genio borderizo
Cierta noche, llegó a La Peña un señor más bien bajo, de unos 65 años de edad, con cara de loco, pelo largo atado con una colita, bien vestido, de sport, con camisa blanca y saco de color claro. Como aún no existía la ley de no fumar, él fumaba mucho. Se lo notaba económicamente solvente, porque pedía whisky y se arrimaba a las guitarreadas que en general ocurrían espontáneas en las mesas, en su mayoría de jóvenes universitarios. Disfrutaba y manifestaba su gozo, al punto que solía llamar a una camarera o a un mozo y pedía un vino para invitarles. Todo el mundo se daba cuenta de que José no era normal. Los boliches nocturnos se prestan a que en ellos recale un sinnúmero de personajes extravagantes, desopilantes y alucinantes. José, era uno de ellos.

Comenzó a acudir casi todas las noches y al poco tiempo todos los peñeros lo llamábamos “El Loco José”, que nos producía una gran ternura, porque era buenazo. Pero una noche, José llegó con el pelo suelto y sucio, con más cara de loco que la habitual y se manifestó agresivo con sus palabras. Como siempre, se movió de mesa en mesa, pero todos los clientes se quejaron de que los molestaba y pedían que lo expulsáramos de La Peña. Por ese motivo, de buenas maneras lo condujimos a la puerta y le dijimos que podría regresar cuando se portara bien, como era lo habitual en él.
A los pocos días regresó “El loco José”, en su modo pacífico, tierno, prolijamente arreglado, y entonces lo dejamos entrar y andar por las mesas como de costumbre. Pero lamentablemente, cada tanto, había que volver a pedirle que se retirara, porque volvía a aparecer totalmente alienado, desalineado y desencajado.
El Loco que amaba la solidaridad
Un día José se enteró de que, en La Peña, bancábamos a los chicos de la calle, los que cuidaban los coches en la Iglesia de Guadalupe sobre las calles Charcas y Salguero. Desde el comienzo habíamos decidido que éstos, pudieran comer y aprender talleres culturales de La Peña en forma gratuita. De ese modo lográbamos que los chicos, y a veces, alguna chica, anduvieran menos en la calle. Y las y los clientes consuetudinarios que venían a guitarrear hasta el amanecer, los comenzaron a amadrinar y apadrinar, invitándoles con unas empanadas, o con un rico postre, y hasta muchos les daban plata para que no fueran a pedir. José fue uno de ellos, que siempre les compraba comida y una bebida.
El Loco de oído refinado
José se enteró de que el primero de esos chicos había sido Emanuel Santillán, que con su enorme sonrisa y su frescura e inocencia, se había ganado el corazón de todos, y sobre todo, el mío. Entonces, una noche, José me dijo: “¿Sabés por qué vengo todas las noches a esta peña, habiendo tantos boliches para ir? Porque acá me bancan en las buenas y en las malas.
Es que en todos los lugares me terminan prohibiendo la entrada. Y yo vengo porque no soy boludo y me doy cuenta de que este lugar tiene un espíritu social y eso me conmueve. Pero vengo por algo más. ¿Sabés por qué? Porque mi oído es de madera de caldén, y no lo mueve cualquier música, sino sólo la música fina, delicada, afinada y con un cancionero de buena poesía. Y yo me doy cuenta de que acá no cualquiera sube al escenario. Yo gozo con los artistas que Ustedes convocan y presentan”.

José y su frase: “Buscá ‘El Poder’ en el centro, ni en la izquierda ni en la derecha.”
Con todo eso que me dijo, José, dejó de ser para mí un loco, a secas, sino un loco lindo. Y a partir de ahí comencé a escucharlo con atención. Claro, que sólo valía la pena escucharlo cuando venía en buen estado de armonía. Toda mi vida he dedicado mi tiempo libre a una de mis grandes pasiones, que es la filosofía, y en especial, a dos ramas: la Filosofía de las Culturas y la del Poder. Porque siempre entendí que no se puede analizar una cultura, desconociendo los “poderes” que la atraviesan.
En mi búsqueda durante décadas por entender los poderes políticos, me parecía hallar que detrás o más allá de los poderes de izquierda y de derecha que se peleaban permanentemente, había un poder unívoco, más poderoso, que se desplegaba en dos “brazos” extremos, con el simple objetivo de dividir para reinar y de hacer “sánguche” a las masas de gente, dentro de las cuales me incluyo. Pues una noche, José, me escuchó hablar de algún tema alusivo y me miró y me dijo: “El verdadero y máximo Poder se ubica en el medio o en el centro, ni en la derecha, ni en la izquierda”. Nunca se me había ocurrido esa frase. En pocas palabras, José, dijo lo que yo siempre había necesitado explicar con mil palabras. Pensé: “Loco, pero no zonzo, este José” y que los locos dicen grandes verdades.
La razón de su locura
Una noche, estando en La Peña, se me acercó un señor y me dijo algo que trataré de contarles lo más fielmente que pueda, porque como han pasado muchos años, puede ser que no sea literal, y además, nunca pude verificar si todo lo que me dijo fuera cierto. Me dijo: “Yo lo conozco a José, su apellido es Reyes López. El pobre, quedó loco a causa de un accidente. Iba en su auto de alta gama, en la Capital Federal, cuando de pronto, en una esquina se lo llevó puesto un colectivo que lo arrastró muchos metros. Y así quedó. Él debe estar permanentemente medicado. Y cuando no toma sus remedios, es que a Ustedes les cae en mal estado y agresivo. Vive solo. Tiene dos hijos que ya viven solos. Él era un genio. Hizo apenas una tecnicatura en genética y un día realizó un descubrimiento gracias al cual las vacas dan el doble de leche, en la Argentina. Las cabañas más importantes lo buscaban en sus aviones privados. Ganaba mucho dinero. Pero mire qué lástima, cómo quedó. Un amigo de él le cobró la indemnización y con ese dinero le compró 7 ambulancias que alquiló a una empresa de medicina prepaga. Todos los meses cobra y le transfiere a su cuenta. Y él sólo tiene que retirar su plata en un cajero. Como gana muy bien, ayuda todos los meses a sus dos hijos”.
Quedé conmovido. A partir de ese momento, José se ganó el mayor de mis respetos, y toda mi paciencia. Y me propuse prestarle mucha atención a sus frases sapienciales, cuando estuviera en sus buenos momentos de lucidez.

José se fue de vacaciones a casa del Colorado
Yo me había casado y mi esposa estaba embarazada. Una noche, comenzó a decirme que quería tomarse unos 15 días de vacaciones y que quería pasarlas en mi casa. Al preguntarme si yo estaba de acuerdo, le dije que sí, pero pensando en que él estaba delirando. Pero no. Una madrugada, a la hora 6, cuando cerramos La Peña para irnos a nuestras casas, de pronto vi a José con un bolsito, sentado en la puerta de la casa de al lado. Esa noche, él no había estado en La Peña. “¿Qué hacés, ahí, José?”, le dije. Y me respondió: “Yo te avisé que hoy era el día en que decidí tomarme las vacaciones, y acá vine con mi bolso para ir a tu casa”. Pues en mi carácter de ex fraile de Don Orione, acepté y lo llevé al PH que alquilaba en el bajo de San Isidro, cuando era un barrio de gente humilde. Le brindé una cama y me fui a dormir.
Pasado el mediodía, golpearon la puerta de nuestro dormitorio, y se anunció José, que había ido a comprar facturas a la panadería, nos había preparado el mate y nos lo traía a la cama. Fueron 15 días que pasamos con mi esposa siendo malcriados por José. Nos llenaba la heladera y cada tres días compraba todo y me pedía que le hiciera un asado. Tuvimos grandes charlas. Desde su primer día de estadía, me pidió permiso para llamar por teléfono a sus dos hijos, todos los días. Y les preguntaba cómo estaban, si necesitaban algo, y al final de una breve charla, él los despedía diciéndoles “Te quiero mucho, hijo, cuídate mucho”. Me conmovió su ternura.
Hoy, recuerdo cuando él llegaba en mal estado a La Peña y la gente se enojaba conmigo porque “había dejado entrar a un ciruja loco”. Les pido mil disculpas por las molestias que les ocasioné, pero les pido que sepan entenderme, que no me era fácil echar a la calle a este ser desamparado, que era tan afectuoso y tan brillante cuando tomaba su medicación.
Hoy pienso en mi locura cuasi franciscana, de llevar a un loco a mi casa y dejarlo muchas veces solo con mi esposa. José la trató con gran ternura y respeto. También recuerdo que cuando había un clima de mucha humedad, me decía que sufría mucho porque estaba lleno de fierros por dentro, de las prótesis que le habían puesto al “recauchutarlo”, luego del accidente. Entendí el por qué él no se paraba erguido, y que yo atribuía a una posible escoleosis.

Las cenas de José con todos los empleados
Luego de esas vacaciones de José en mi casa, pasé a considerarlo un “duende”, como un enviado de Dios, parte del misterio de esta vida. Se había creado un vínculo especial entre él y yo. Los empleados de La Peña lo trataban como uno más o como un padre. Una noche, José me pidió cerrar un lunes porque él quería agasajarnos a todos los trabajadores de La Peña. Hicimos un asado a puertas cerradas. José nos pagó todos los gastos y llegó con cajas de vinos y de fernet. Éramos 26, en total.
La retirada del Colorado y el desencuentro con José
Cuando las ventas de La Peña llegaron a caer al punto que la misma ya daba pérdida, decidí –por consejo de mi amada sobrina, que era mi abogada- dejarles el local a mis empleados, ya que me era imposible indemnizarlos. No se podía vender el fondo de comercio porque no nos iban a renovar el contrato de alquiler, debido a que los propietarios tenían decidido vender la casa a una constructora que levantaría un edificio de 10 pisos. Mis empleados aceptaron y yo me quedé sin trabajo, sin un peso ahorrado, y con mi hija recién nacida. Al cabo de unos años, dos amigos de mi alma me prestaron plata para irme a vivir a Tilcara, donde pensaba alquilar una casita y fundar un hostal. Mientras tanto, me encontré con el Perro Santillán, y generosamente me prestó una bellísima y modesta casita que él se había hecho, camino arriba del río Guasamayo, con mucho sacrificio.
Pero pronto descubrí que ya no era más rentable poner una hostería alquilada, y entonces decidí ir a lo seguro, y poner una peña ese verano que se aproximaba, porque era diciembre. Pero no conseguí local. Entonces montamos un negocito de venta de artesanías de mi amigo Emilio Haro Galli. Ese verano, se vendió muy poco y llovió mucho. Nos fue pésimo y en febrero, con mi esposa, decidimos mudarnos al pueblo natal de ella, a Weisburd, Santiago del Estero. Sus padres y hermanos nos ayudaron a pagar el camión de la mudanza. Intenté quedarme para siempre en esa tierra con semejante tradición folklórica, pero al cabo de un año decidí regresar a Buenos Aires. No hallé modo de trabajar en algo que me gustara. Y allí, la vida, era muy rústica para mí, porque en esa época no había ni internet.
Una vez reacomodado en Buenos Aires, gracias a la ayuda de mi amigo músico Ricardo Culotta, comencé a preguntar si alguien sabía de la vida de mi querido amigo, José Reyes López. Un buen día, uno de mis ex empleados me avisó que se había corrido la voz de que a José lo había venido a buscar una señora que era de su familia, y lo había llevado a Córdoba, a vivir con ella, donde al cabo de un tiempo José había fallecido… Hasta hoy no lo he podido confirmar.
José, yo se que desde alguna estrella nos estás cuidando. No sabés lo que te extraño. Andá prendiendo un fuego en el más allá, que cuando menos te lo imagines, nos volveremos a encontrar. Haremos un asado y no nos faltará un guitarrero y una cantora para amenizar el eterno presente o la ausencia de tiempo, que es lo mismo.
Esteban “Colorado” López